Época:
Inicio: Año 1800
Fin: Año 1828

Antecedente:
Pintura española del siglo XIX



Comentario

La complejidad de las propuestas estéticas, artísticas y arquitectónicas de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del siguiente impiden reducir esa época a una esquemática y errónea oposición entre Neoclasicismo y Romanticismo. Es más, la modernidad del proyecto ilustrado, oscilante entre la razón, la historia y la construcción de una nueva sensibilidad, abrió el camino a soluciones figurativas y formales que, siendo en ocasiones distintas, respondían a supuestos ideológicos semejantes y también al revés. Más aún, también se ha podido comprobar cómo las tradiciones nacionales actuaban controlando las intenciones universalistas del clasicismo, convirtiendo la idea de este último en múltiples clasicismos, incluso a veces confundiéndolos con posturas directamente anticlásicas. Pues bien, si David pudo hacer histórico y comprometido políticamente su clasicismo, hubo un pintor, estricto contemporáneo suyo, que hizo histórica su biografía, su experiencia privada y pública, y lo hizo sin estilo, o mejor, usando todos los que se ponían a su alcance, usando los lenguajes en función de la propia pintura o del acontecimiento o tema a representar, de tal forma que da la impresión que sea el propio arte de la pintura el que alimente la de Goya. Mientras el arte de David se presentaba como un presagio de los tiempos, anticipaba y guiaba el lenguaje de una revolución, el de Goya siempre estuvo en la periferia, pero no para establecer distancias, sino para mirar apasionadamente sin llegar a perderse en las tareas. Goya no pintó la historia, sino su interpretación de la misma y lo hizo comprometido y contaminado por las ideas cotidianas, por eso él mismo y su pintura cambiaron con el paso de los tiempos y lo cierto es que, como a David, le tocó vivir una época especialmente convulsa, la que en España representa la monarquía de los Borbones, desde el pacífico reinado de Fernando VI a la monarquía clemente y reformista de Carlos III, del frágil Carlos IV al reinado trágico para España de Fernando VII, pasando por la contradictoria presencia del breve período en el que José Bonaparte fue rey, un período en el que Goya anduvo, con la Guerra de la Independencia por medio, indeciso entre su carácter de invasor y su proyecto de modernización.
Si su pintura no puede ser adscrita a un estilo preciso, menos aún puede serlo la iconografía de sus imágenes, especialmente a partir de los años noventa del siglo XVIII. Pintó la noche, el lado oscuro de la razón, lo que no aparecía en los cuadros de David y todo el mundo daba por supuesto, el lado monstruoso y siniestro de la realidad. Pintó las sombras de la vida pero no las hizo sublimes, pintó las costumbres y hábitos de la sociedad, sus tópicos y supersticiones, pero no los hizo pintorescos, y menos en un sentido descriptivo, tan cerca estaba su pintura de la vida, de su vida. Y esa proximidad a las zonas ocultas de lo real, ocultas al menos para el arte de la pintura, le permitió proponer temas ejemplares, de alto valor moral, sin necesidad de recurrir a historias clásicas, sino observando lo cotidiano, sin dejar escapar nada, ni el terror, ni la pesadilla, ni el sueño.

Francisco de Goya (1746-1828), formado con un pintor local como José Luzán, también viajó a Italia en 1770 y, gracias al reciente descubrimiento de su "Cuaderno Italiano", ha podido reconstruirse el itinerario realizado y las obras y pintores que atrajeron su atención. En España conoció, además de las colecciones reales de los Austrias (de Tiziano o Rubens a Velázquez), la pintura de Giaquinto y Amiconi, la de Giambattista Tiepolo (1696-1770) y la de Mengs, ambos llamados por Carlos III para decorar el Palacio Real Nuevo de Madrid, y, sin duda, le interesó más el primero. Entre el clasicismo de Mengs y el color de Tiepolo, se quedó, frente a Winckelmann, con el del segundo. El pasado pictórico era para Goya un cajón de soluciones, no un modelo ideal. Todo le servía y lo utilizaba, por eso cuando en uno de sus célebres "Caprichos", publicados en 1799, se representaba a sí mismo bajo el título genérico de El sueño de la razón produce monstruos, en realidad, lo que pretendía señalar era al "autor soñando", como en efecto dejó escrito en uno de los dibujos preparatorios. Goya era capaz de convertir la realidad, su realidad, el sueño, su sueño, en figuración abstracta y de valor universal.

Después de una breve estancia en Madrid, entre 1763 y 1766, vinculado a las actividades de la Academia de San Fernando y hasta que es llamado definitivamente a la corte, en 1774 y precisamente por Mengs, por entonces también director de la Real Fábrica de Tapices, cuya función fundamental era la de decorar los palacios de los Sitios Reales, Goya pintó en Zaragoza, próximo al círculo de los Bayeu. Son años en los que trabaja en el Coreto del Pilar de Zaragoza y realiza la serie sobre La vida de la Virgen para la Cartuja de Aula Dei de 1774. Entre ese año y la muerte de Carlos III en 1788 dedicó buena parte de su actividad a la tarea de realizar sus posteriormente célebres cartones para tapices, en los que la temática solicitada por los reyes estaba basada fundamentalmente en aspectos de la vida cotidiana y popular de la época, asuntos amables en general, tratados con soltura de color y empastes que recuerdan la tradición barroca y rococó, pero con una facilidad compositiva que permite pensar en ellos como en el verdadero laboratorio pictórico de Goya. Son también los años en los que consolida su posición en la corte y en la propia Academia de San Fernando, en la que es admitido como académico en 1780.

La temática popular de los cartones forma parte de la pretensión de la monarquía y de la aristocracia ilustrada y reformista de idealizar su propio entorno, incluso de falsear la historia. De este modo, los personajes representados y sus actividades (majos y majas, petimetres, soldados, niños, feriantes, escenas festivas, etc.), lejos de pretender ser una imagen de lo real, eran convertidos en simulaciones en las que no se exalta tanto la vida pacífica e ingenuamente feliz del pueblo, cuanto los efectos benéficos del ejercicio del poder por parte de reyes, nobles y clérigos. En este género de pintura para la Fábrica de Tapices, pero también en lienzos autónomos, participaron con Goya otros artistas como José del Castillo (1737-1793), Francisco Bayeu (1734-1795) o Ramón Bayeu (1746-1793), entre otros muchos. Los cartones de Goya también pueden ser interpretados, en relación a los temas, como consecuencia del interés que la tímida Ilustración Española puso en obtener todos los datos de lo real con el fin de proyectar y amparar las reformas sociales, políticas y económicas que el país reclamaba y que el clemente Carlos III parecía dispuesto a conceder. Esos temas, tratados con frecuencia con una insólita soltura pictórica, más próxima al boceto que a la pintura terminada y capaz de ser reproducida en los talleres de tapices, esconden, sin duda, muchos problemas. Así, si el clasicismo internacional, y especialmente David, veía en esos temas cotidianos resueltos con un lenguaje barroco o rococó tanto un género menor, poco aleccionador ni ejemplar, como una representación visual de la corrupción de las academias y del Antiguo Régimen, Goya, sin embargo, descubrió las posibilidades que la representación de lo cotidiano ofrecía tanto desde un punto de vista ideológico como pictórico. Por eso, muchos de sus cartones tienen aire de boceto, entendido como espacio de libertad y no como continuidad académica o tradicional, y, además, los asuntos narrados le permitían acentuar sus dotes de observación sobre la naturaleza y sobre los comportamientos, sabiendo sacar inmediatamente partido pictórico y crítico a esa aproximación a la realidad, aunque circunstancialmente cumplieran funciones meramente ornamentales. Entre los cartones más célebres, en los que se apuntan algunos ejemplos de lo comentado, cabe recordar El paseo de Andalucía (1777, Madrid, Museo del Prado), El quitasol (1777, Madrid, Museo del Prado), incluso las escenas violentas o menos dulces de la vida cotidiana como La riña en la Venta Nueva (1777, Madrid, Museo del Prado), El ciego de la guitarra (1778, Madrid, Museo del Prado), El invierno (1786-1787, Madrid, Museo del Prado) o las dos versiones de un tema en el que sólo cambian los gestos de la cara para producir dos narraciones complementarias, El albañil borracho y El albañil herido (1786-1787, Madrid, Museo del Prado), sin olvidar el ejercicio de crítica artística antibarroca que puede observarse en el entendido que mira cuadros en La feria de Madrid (1778-1779, Madrid, Museo del Prado).

Aunque ciertamente es a partir de los años noventa cuando la obra de Goya adquiere toda su inquietante grandeza y modernidad, cabe señalar que ya durante la segunda mitad del decenio anterior comienza a anticipar pictóricamente la complejidad posterior. Desde la feliz imagen que todavía proporcionan pinturas como La pradera de San Isidro (1788, Madrid, Museo del Prado) a la tenebrosa y fantástica iconografía que presenta una pintura religiosa como San Francisco de Borja asistiendo a un moribundo impenitente (1788, Valencia, Catedral), en la que la aparición de seres demoníacos exorcizados por el santo son en realidad seres tan reales como la vida, incluso como el desasosiego que presenta el cuerpo del moribundo. Se trata de una pintura religiosa sí, pero también sombríamente laica. Durante esos años, además, Goya consolida su posición como Pintor de Cámara y Pintor del Rey, tiene también un protagonismo importante en la Academia y recibe encargos que van a dar lugar a algunas obras interesantes y, sobre todo, a algunos retratos notables como el del Conde Floridablanca (1783, Madrid, Banco de España) o La marquesa de Pontejos (1786, Washington, National Gallery). Sin embargo, es la década de los años noventa la que verá aparecer toda la grandeza de Goya como pintor moderno. Justo cuando David construye el arte de la Revolución, Goya revoluciona el arte, y lo hace no tan sólo ensimismándolo, sino comprometiendo sus sentimientos y su cuerpo con la historia que le había correspondido vivir. Mientras David es protagonista de los acontecimientos políticos y artísticos, Goya los padece, interviniendo individual y contradictoriamente, vital y pictóricamente. Si el primero construye la figuración de la historia y sus nuevos héroes, Goya atrapa la imagen de la vida y del arte y descubre que en ambas no deben existir reglas impuestas y así lo dice a la Academia, en 1792, con motivo de la discusión de los nuevos planes de estudio: "No hay reglas en el arte"; pero para Goya tampoco hay héroes individuales, sino héroes colectivos, sujetos de la tragedia y de la miseria, de la ignorancia y de la desdicha, de la violencia y del desengaño. Para Goya la libertad es, sobre todo, libertad artística y se refugia en la pintura y habla desde ella sobre todo lo que ocurre a su alrededor. De ahí que sienta la necesidad de inventar un lenguaje nuevo, su lenguaje, ni clásico ni romántico, y, además, una nueva iconografía, un nuevo repertorio de imágenes que en su ambigüedad ideológica parecen perforar la historia y continuar activas. Del mismo modo que Piranesi representó la magnificencia de Roma, Goya pintó La Pradera de San Isidro, por mencionar un título, pero igual que el primero bajó a los infiernos del poder, que hicieron posible aquella Roma, con sus Cárceles, Goya buscó los abismos en cada rincón de la vida y de la noche para mostrarlos, para ilustrarlos, ya fuera con excusas biográficas o históricas, ideológicas o culturales. Y en ese proceso, el lenguaje artístico debía ser ágil, tanto como una caricatura, por eso el abocetamiento de su pintura, la deformación de sus figuras, no responde a requerimiento estilístico alguno, sólo a su necesidad de expresión.

El mismo año de 1792 en el que Goya alienta a la Academia a que respete la libertad del artista, sufre una dolorosa y crítica enfermedad que muchos han querido ver como el origen biográfico de sus nuevas preocupaciones y lenguajes. Son los años que, en la leyenda de artista de que Goya goza, sin duda, ven intensificarse sus relaciones con la duquesa de Alba, a la que retrató, de aparato y subyugado, pero también la dibujó abocetada e íntima, incluso la grabó como arquetipo de la inconstancia en su serie de estampas más célebre, los "Caprichos". En este sentido, hay que recordar retratos como La duquesa de Alba (1795, Madrid, Colección Duques de Alba) o el abocetado, pequeño y monumental La duquesa de Alba y "La Beata" (1795, Madrid, Museo del Prado).Entre 1793 y 1794 pinta una serie de pequeños cuadros de gabinete, que presentó a la Academia y que explicaba de la siguiente manera a Bernardo de Iriarte: "Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males... me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete, en que he logrado hacer observaciones a que regularmente no dan lugar las obras encargadas, y en que el capricho y la invención no tienen ensanches". Una verdadera declaración de principios estéticos y artísticos en los que pintar para sí mismo, entre el capricho y la invención, sólo es paralelo a su reclamación de ausencias de reglas para el arte formulada en 1792. Entre aquellos cuadros de gabinete, pintados sobre hojalata, destacan algunos tan impresionantes como Corral de locos (1793-1794, Dallas, Meadows Museum), Interior de prisión (1793-1794, Barnard Castle, County Durham, The Bowes Museum), o El naufragio (1793-1794, Colección particular). La importancia de estos pequeños cuadros abocetados, intensamente rápidos, pero muy medidos compositivamente, pintados para sí mismo, son sin duda caprichos íntimos, pero también imágenes reales o posibles, llenas de dramatismo, de tragedia, de desorientación, especialmente su Corral de locos que, sin exagerar lo más mínimo, W. Hofmann ha comparado al desconcierto de los discípulos de Sócrates pintados por David en su monumental y ya mencionada La muerte de Sócrates, de 1787. El Corral de locos lo ha resumido eficazmente Hofmann señalando que "aquí el miedo y la codicia, el estremecimiento y la furia no tienen límites. Sin embargo, su amenazadora libertad sólo se puede hacer realidad en el reservado del Corral, es decir, en el aislamiento de una prisión".

Goya, durante estos años, siguió pintando para sí mismo, al margen de los encargos, pero también es cierto que cuando se ve obligado por su cargo de pintor regio, por relaciones de amistad o por motivos económicos, a pintar, no va a renunciar a lo que esa meditación en libertad le está proporcionando. Son los años de sus mejores retratos, desde el de Sebastián Martínez (1792, Nueva York, Metropolitan Museum) al espléndido y melancólico de Gaspar Melchor de Jovellanos (1798, Madrid, Museo del Prado), del muy inglés retrato de La marquesa de Santa Cruz (1797-1799, París, Museo del Louvre) o del excepcional y plateado de La condesa de Chinchón (1800, Madrid, Museo del Prado). Incluso es el momento de sus más sólidos y críticos. retratos de encargo oficial como La familia de Carlos IV (18001801, Madrid, Museo del Prado), o de los polémicos y misteriosos de La maja desnuda (1797-1800, Madrid, Museo del Prado), un desnudo que rompe con toda la tradición anterior y que ya no necesita disfrazarse mitológicamente, es exclusivamente el desnudo de una mujer, y del posterior, pensado para vestir, parece ser, al anterior, no sólo al desnudo, sino a todo el cuadro, superponiendo el segundo al primero, de La maja vestida (1800-1805, Madrid, Museo del Prado) y cuya protagonista resulta indiferente al espectador, aunque no posiblemente a Goya, ya se trate de la duquesa de Alba, lo que sólo puede mantenerse desde la leyenda, o de la amante de Manuel Godoy, Pepita Tudó, como tienden a creer otros historiadores (téngase en cuenta que las Majas de Goya compartían un salón reservado en el Palacio de Godoy con La Venus del espejo de Velázquez).

El retrato de La familia de Carlos IV es contemporáneo del retrato de Napoleón cruzando los Alpes, de David, y la distancia entre ambos no es temporal, ni tampoco ideológica o estilística, sino histórica. Mientras Goya asiste al derrumbamiento de la monarquía absoluta y lo pinta, David apunta, con todos los recursos retóricos a su alcance, el nacimiento de un nuevo mundo. De esta época son también los excepcionales frescos de la iglesia de San Antonio de la Florida (1799, Madrid), una especie de lectura laica y popular de los milagros de San Antonio de Padua. A la vez Goya dibuja y graba obsesivamente su propio mundo, y se refugia en el pequeño formato y en la fragilidad del soporte de papel para crear una de las obras más fascinantes del arte europeo. Posiblemente la obra más significativa desde este punto de vista, crítico, nocturno, terrorífico, caprichoso, satírico, arbitrario, ejemplar, irónico... sea la publicación de los "Caprichos" en 1799. Una obra que es también un laboratorio de recursos gráficos, técnicos y compositivos que acompañarán a partir de ahora todas las espléndidas series de grabados que realizará. Sin duda, el grabado más célebre de los "Caprichos" es el ya mencionado El sueño de la razón produce monstruos, que puede considerarse como el manifiesto ideológico e iconográfico de todo el arte posterior de Goya. Como ha escrito Rosenblum, Goya a partir de los Caprichos "sugiere la gradual extinción de la era de las luces por la era de la oscuridad".

La presencia de José Bonaparte en España y la Guerra de la Independencia habrían de constituir un argumento vital y decisivo en el arte de Goya, casi la confirmación de los monstruos que había entrevisto mientras soñaba con la razón. Ya no es sólo la Iglesia, los estamentos oficiales del poder, la miseria o la ignorancia, la superstición, la intransigencia o la ausencia de libertad, el objetivo del arte de Goya, sino que, implicado y ambiguamente distante en una guerra cruel, lanza un lamento visual que no es anecdótico ni pintoresco, sino figuración de la sinrazón. Y con ella, el lenguaje se disuelve, se oscurece, se hace incluso negro, lleno de dramática pasión, se convierte en figuración no de ideas, sino de sentimientos. La obras de estos años, entre 1808 y 1819, aproximadamente, no pueden ser más elocuentes: si retrata a Fernando VII o alegoriza a José Bonaparte, realiza, sin embargo, obras claves para la Historia del Arte y, de nuevo, bocetos íntimos y trágicos, grandes cuadros y denuncias menudas, como Fabricación de pólvora o Fabricación de balas (1810-1814, Madrid, Palacio Real), metáforas de la guerra como El coloso (1808-1812, Madrid, Museo del Prado), pero sobre todo sus dos grandes obras de esta época, El Dos de Mayo (1814, Madrid, Museo del Prado) y El Tres de Mayo (1814, Madrid, Museo del Prado), ambos referidos a la lucha patriótica del pueblo de Madrid, a comienzos de mayo de 1808, contra la invasión francesa y que Goya supo convertir en un alegato universal contra la violencia y la guerra, dos pinturas llenas de héroes anónimos, dramática y religiosamente iluminados, pero se trata de una religiosidad laica, a la manera del Marat de David, del mismo modo que casi contemporáneamente había pintado una alegoría de la afrancesada y democrática Constitución de 1812, España, el Tiempo y la Historia (1812-1814, Estocolmo, Nationalmuseum). En el Tres de Mayo, la composición, la narración, los contrastes entre la luz artificial y la oscuridad de la noche y de la muerte acentúan el drama y la injusticia de una muerte arbitraria en la que los soldados franceses, sin rostro, producen la violencia mecánicamente, ordenadamente, incluso parecen una versión irónica de los tres hermanos Horacios de David, frente a la caracterización individual y anónima de los que han muerto o van a morir. Durante estos años, Goya trataría el tema de la guerra y de la violencia en sus sobrecogedores grabados de los "Desastres" (realizados entre 1810 y 1823 y publicados en 1863). Antes de partir para Burdeos, donde moriría en 1828, realizó otra serie enigmática de grabados, "Los disparates" o "Los proverbios" (1815-1824).En 1819 Goya adquiere en Madrid la llamada Quinta del Sordo que decoraría, si ese término puede explicarlo, con una serie de pinturas murales, es decir, con sus célebres y misteriosas Pinturas Negras, realizadas entre 1820 y 1823. Pasadas a lienzo a partir de 1873, se conservan hoy en el Museo del Prado. El programa iconográfico de esas pinturas íntimas ha merecido diferentes interpretaciones, desde el carácter saturniano de una de las salas que abre la melancólica Leocadia y a la que acompañaban Dos viejos comiendo, El aquelarre, La romería de San Isidro, Dos viejos, Judith y Holofernes, el muy alterado y terrible Saturno, posiblemente la clave iconológica para entender esas pinturas. Convirtiendo su propia casa en Casa de Saturno, Goya elabora un lenguaje y un tipo de narración visual que contribuye a acentuar el dramatismo y la melancolía de las imágenes. En la planta de arriba de la casa estaban situadas Paseo del Santo Oficio, La lectura, Dos mujeres y un hombre, la enigmática Asmodea, La Parcas y el sobrecogedor El perro, en el que lo de menos es su significado, sino que lo que resulta aterrador es su absoluto vacío. La Quinta del Sordo, con independencia de las interpretaciones, estilísticas o iconológicas que se quieran dar, es, sobre todo, una casa de artista, una casa de autorrepresentación de su dueño, autorretrato en el que las imágenes, las formas, los colores, las citas, tienen sentido básicamente para el artista, como ocurría con otra célebre casa de artista ya comentada, contemporánea de la de Goya, la de J. Soane en Londres.